Sentado su cuerpo rechoncho y apoyado sus brazos cortos sobre el escritorio, estaba a la espera de nosotros, ese “antiguo librero”. Su mirada nos era imperceptible ya que teníamos que adivinar sus ojos detrás de los vidrios gruesos. Cuando nos acercábamos, recién ahí, veíamos que sus sacrificados ojos se empequeñecían aún más, con los anteojos “culo de botella”. Una nariz de payaso lo convertía en una máscara o un personaje para no olvidar.
Mi amigo y yo, llegábamos con el
entusiasmo de buscar en el lugar y encontrarnos, con algún clásico de
“literatura universal” que aportaríamos a nuestra biblioteca. Repasar las
estanterías con cierta minuciosidad, nos demandaba un lapso importante al que
agregábamos comentarios de todo tipo. En mis pensamientos, siempre rondaba un párrafo de algún cuento de
Artl (Roberto) sobre la inocencia de robar un libro. Solo nos atrevíamos a
tocar un volumen cuando el título o algún autor nos llamaran mucho la atención. Es que, cada libro tenía el aporte de muchos
años de polvo y probablemente, significaba ensuciarnos las manos por un lado,
pero también, la posibilidad -aunque remota- de encontrarnos con algo original
o muy antiguo.
Mi
amigo, lector incansable, acumulaba
sabiduría que yo intentaba imitar sobre autores y títulos. El escenario era
ideal para las sorpresas y despertar nuestra curiosidad.
¿No es que allí, en la librería de
Perez Cooper, mezclada con nuestra fantasía podría esconderse algún personaje
escapado de algún texto?
Presentíamos
que este ritual de acercarnos a la esquina de Salta y Avda. Independencia podía
ser divertido. En sus mejores tiempos, seguramente, el local ostentaba un
cartel muy pretencioso, el cual decía en su texto más llamativo: “GRANDES EDITORIALES PEREZ
COOPER”. Hoy, solo es una “chapa” descolorida
y con tan pocos clientes, terminaría cerrándose. Lo nuestro era un juego
inocente al fin. Consistía en elegir un
libro según nuestro criterio, desempolvarlo, abrirlo, dejar escapar algunos
fantasmas y comentar algo al
respecto:
-Che
aquí tengo a un Dosto que voy a llevar -refiriéndome a Dostoievski (Fiódor)
O mi amigo me decía:
-No
estuvo mal llegarse hasta aquí hoy. ¿Fijáte lo que encontré? Algo de derecho
romano. A mi me sirve para la facultad.
Desde
mi adentro, tomar un libro de allí, me hacia imaginar a la persona que,
anteriormente, pudo haberlo tocado. Quizás, alguien que tenia las manos tersas
y que acariciaba las páginas como deleitándose de su contenido o que repasaba
las letras con la mirada de la lectura rápida o con la avidez de devorar el
texto. Tal vez, alguien de mirada intensa, de pestañas largas que abanicaba las
historias leídas o sonreía de un comentario gracioso.
Así es como de a poco, ensuciándonos,
íbamos creando un clima que nos parecía por lo menos agradable. Luego, vendría
la ceremonia del “cuanto cuesta”y el “regateo” que tenía sus ribetes de
suspenso ya que nuestro “librero de cabecera” podía ser impredecible a la hora
de definir los precios.
Si empezaba yo, el precio me parecía que estaba bien y pagaba casi sin “chistar”.
Cuando reclamaba una rebaja, el librero tenia mejores argumentos, me convencía
y yo no intentaba seguir discutiendo. Mi amigo, sin embargo, un experto en las
cuestiones del “regateo” desequilibraba
a su favor casi todo lo que se llevaba de allí. Su estrategia era muy
simple pero infalible. Una vez que elegía los textos que iba a llevar, se
acercaba al escritorio de Pérez, los depositaba sobre él y solo esperaba. El
librero le decía:
-
Que bien. Te llevás este, que es de derecho financiero y un Borges. Parece que eres aficionado a la
lectura -acompañaba todo su discurso con un gesto grandilocuente para exagerar
su valor. Así nos parecía.
-Son doce pesos -decía el librero y a ese
comentario le seguía un largo silencio que solo era interrumpido por su propia
impaciencia.
-¿Y?...
¿los vas a llevar? -otro silencio denso se cruzaba entre esta frase y la
próxima, que mi amigo contestaría con pausada vos y con su rostro impenetrable.
Sin una sola mueca.
-Tengo
solo seis pesos.
-¿Pero
como seis? Estamos hablando de algo específico en derecho financiero, texto de
la universidad y un Borges y ¿me querés dar seis pesos? No puede ser -inmediatamente, se veía al librero cambiar de gesto, de
enojado a sonriente.
Sabía bien de lo que hablaba y al
escucharlo, mi amigo no emitió ninguna palabra. Pérez Cooper dominado por su
ansiedad, sin mediar diálogo, prácticamente, terminaba por adjudicarlo a los
seis pesos ofrecidos. ¿Pensaba que nosotros éramos los primeros y tal vez, los
últimos que pasaríamos por allí en el día? ¿Quien estaría dispuesto a pagar por
sus libros viejos y polvorientos? Nadie como dos inquietos que le
regalarían alguna hora de sus vidas solo
para regocijo de sus respectivas curiosidades.
-Bueno,
muchas gracias, que tenga buen día. Era nuestra última frase para dejar el
lugar y al alejarnos, una carcajada
explosiva nos acompañaba por unos cuantos pasos.
Allí quedaba esa figura graciosa de
Perezcuper –ya no era el Pérez Cooper del cartel pretencioso– bien, podía
decirse de él que era como la mismísima “rata de biblioteca”. Lo “dejábamos”
sentado y con la mirada perdida. Luego, tal vez, él se apoltronaba en su silla
y entrecerraba los ojos. Tal vez, dormitaba. Entre sueños aparecían aquellos
personajes que tantos desvelos causaron a sus autores y que producto de
dichas lecturas le fueron gastando su
visión al librero.
Ahora
sí, después de habernos ido del lugar, nuevas sombras pueblan esos pequeños
pasillos entre las estanterías…Ahora sí, escapadas de ese universo que encierra
tantos mundos, nuestro amigo Pérez, en su mágico sueño, da vida a escenas
fundamentales…ahora sí. Recorriendo su mente quebrantada se podrían tejer las
palabras que salían en busca de la poesía…No esta nada mal…don Pérez.
“…Si mi canto te dibuja intentando lo
perfecto, es que no está lejos de mi, un suspiro de plenitud…”
Posiblemente, en sus sueños, el viejo
librero repite lo del poeta-niño “...Porque sueño, sueño no soy…” (*de la película canadiense “Leolo”).
Su cuerpo regordete y petiso se
metamorfoseaba en los distintos personajes o fantasmas que sus propios sueños
intentaban escenificar. Entonces, no faltaban los aventureros o los
anti-héroes. Allí, en ese lúgubre y mínimo espacio era suficiente. Pues la
fuente de inspiración se alimenta de esos objetos que –según Borges– “…del universo de objetos creados por el
hombre, está el libro, que identifica la prolongación del pensamiento, el
resto, tan solo pertenece a la prolongación de sus manos”. Todos esos volúmenes
anidaban los nuevos mundos y aventuras. Él, un antiguo librero, hombre
citadino, ya se transformaba en el marinero sobre el buque en altamar, con su **“pecho
peludo como un felpudo”, hinchado y al aire libre, conmovido hasta las
lágrimas, porque veía el amanecer, la
fantástica salida del sol. El astro rey que se dibuja así mismo como una
bola de fuego, que esparce su color ensangrentando el horizonte. El mismo que
daba la impresión a nuestro marinero sobre su estado de soledad, pequeñez e
indefensión ante la inmensidad y la belleza que lo rodeaba. El astro naciente,
que empezaba con su “sana intención” a entibiar esa parte del mundo.
**…de los
“Veinte poemas para leer en un tranvía” de Don Oliverio Girondo.
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